El gran jaguar rojo, trasformación de un ficus retusa
En el 2004, una persona que no podía seguir cuidado de sus
árboles, me los pasó para que me encargara yo a partir de ese momento. Uno de
ellos era un pequeño ficus, de los que se comercializan industrialmente en los
viveros y grandes superficies. Alguien ha debido pensar que retorcerles brutalmente
el tronco los convierte inmediatamente en un bonsái; nada más lejos de la
realidad. No sólo su aspecto era lamentable, sino que su salud tampoco era la
adecuada.
Dado que era imposible corregir ese defecto en el tronco, lo
primero que hice fue intentar ver si en otra posición de plantado se podía disimular
o aprovechar la gran curva del tronco. Después de analizarlo, concluí que si lo
giraba 90º y dejaba que colgaran sus ramas formando un kengai (árbol
en cascada) podría mejorar notablemente su aspecto. Como parte de las raíces quedarían
al aire tenía que comprobar si las que pudiera mantener enterradas serías
suficientes para que el árbol prosperara. Lo saqué de la maceta y, tras observarlo,
entendí que sí podía ser viable si mantenía con vida las raíces aéreas durante
un tiempo.
La maceta que elegí para el trasplante fue una pieza
suficientemente alta que permitiera el cuelgue de las ramas.
Mantuve las raíces que habían quedado al aire cubriéndolas con
una mezcla compacta de tierra y arena, y lo cubrí con musgo, para mantenerlas
vivas mientras crecían las raíces que habían quedado debajo.
Podé y alambré las ramas para empezar a dirigirlas hacia su
nueva forma.
Dos años después, decidí volver a plantarlo, pero ya en una
posición más alta, dejando al aire las raíces más gruesas, ya que se había
formado un adecuado mazo de raicillas nuevas.
Como me parecía que la maceta que había elegido no se ajustaba bien a la imagen del árbol, ya que, aunque dejaba que cayeran las ramas, su boca era demasiado pequeña para apreciar bien las raíces, en 2009 decidí cambiarlo de nuevo de maceta a otra más adecuada, con una pequeña modificación del ángulo de inclinación que potenciara las nuevas raíces aéreas.
Cuando lo coloqué en esa posición, creí ver en ella una de
las esculturas más peculiares de la arqueología mexicana, la conocida como Chac
mool. Este es un tipo de esculturas precolombinas mesoamericanas
que aparecen al principio del período posclásico en
diversos sitios de Méjico, principalmente en las zonas de Chichén Itza y Tula. Esta
denominación, que es un nombre maya yucateco, le fue asignado por Auguste Le
Plongeon, quien la descubrió en sus excavaciones en Chichén Itzá;
significa "gran jaguar rojo”.
Se trata de una figura humana reclinada hacia atrás, con las
piernas encogidas y la cabeza girada, en cuyo vientre descansa un recipiente. Siempre
han sido encontradas en contextos sagrados, es decir, asociadas a pequeños
altares, a juegos de pelota, o directamente relacionadas con el dios de la
lluvia. Se le han atribuido dos posibles funciones, como altar en el que se
colocaban la ofrendas dedicadas al dios, ya fueran alimentos, corazones u otros
presentes, o como piedra de sacrificios.
La primera imagen que
muestro es la de la figura que está situada frente al Templo de los Guerreros,
en Chichén Itzá, y se puede ver como el pliegue de las piernas de la figura
coincide con los pliegues de las raíces del bonsái, la inclinación del tronco
principal sigue la forma del torso y las ramas más altas pueden asemejar a los
brazos de la figura. La segunda, más sencilla, también fue encontrada en Chichén
Itzá, y me sirve para mostrar la otra cara del bonsáis, donde se mantiene las similitudes.
La variedad del bonsái, un ficus retusa, también encaja perfectamente
con el clima subtropical de la ribera maya. Cada vez que miro al árbol percibo
la forma de la escultura y el clima del lugar en el que se encuentra.
Para mí, a partir de ahora el árbol debe llamarse como esas
esculturas, gran jaguar rojo, para lo que el color de la maceta ha sido un
acierto, y creo que debo continuar con su modelado siguiendo la inspiración de
esas imágenes.
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